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🏠 Vivienda digna

Mi madre falleció el 30 de abril de 2005. Desde la ventana del salón se veía el pequeño patio de piedra, y la puerta negra de entrada. Cuando vi pasar por ahí a un familiar con cara seria, sabía que ya no estaba. De hecho, las únicas palabras que se pronunciaron fueron:

— ¿Ya?
— Ya.

Después de varios años sufriendo un cáncer de piel, se acabó su tiempo.

Lloré.

Claro que lloré.

Pero no lloré tanto como el día que supe que nos embargaban la casa de mi infancia.

En el año 2008, trabajar en el sector de la construcción, y ser autónomo, era una de las peores combinaciones posibles, gracias a una de esas crisis económicas que solamente ocurren una vez en la vida, y de las que ya llevamos tres o cuatro. Debido a esto, se desencadenó una serie de hechos que acabaron con el embargo de nuestra casa.

Cuando te dicen que la casa en la que has vivido, en mi caso, toda tu vida, va a ser embargada, se bloquea todo. A partir de ahí, en tu cabeza se amontonan cientos de preguntas: ¿qué vamos a hacer? ¿Dónde vamos a vivir ahora? Pero, sobre todo, ¿por qué?

Por aquella época no había plataformas tan maravillosas y valientes como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), así que asumimos que, en algún momento, nos mandarían a la calle. Y sin hacer ningún ruido, poco a poco fuimos moviendo nuestras pertenencias a casa de familiares y, llegado el día, cerramos la puerta de nuestra casa familiar, para no volver nunca más.

Hasta ese momento, todo fue relativamente secreto (todo lo secreto que puede ser en un pequeño pueblo), e incluso después, era algo de lo que me avergonzaba: nos habían echado de casa por no poder pagar la hipoteca. En cierto modo, era un estigma, para mí. Y, todavía, es una carga que aún llevo: cuando vuelvo a mi pueblo natal, no suelo pasar por delante de la que fue mi casa, que ahora es una Casa Rural no muy utilizada*.

Pasamos unos años en casa de unos familiares hasta que, por motivos muy distintos, nos marchamos también de ahí.

A pesar de que, en ningún momento, nos vimos «en la calle», vives con un poso amargo, con una eterna sensación de precariedad y de que, en cualquier momento, todo se puede ir al garete, y quedarte en la calle.

Hay un final medianamente feliz en esta historia. Aunque al familiar embargado aún le pesan numerosas deudas, gastando todo el ahorro de mis primeros años de trabajo, pudimos permitirnos eliminar la deuda que había sobre la casa de otro familiar fallecido, y que ahora sea residencia familiar.

Soy absolutamente consciente del PRIVILEGIO y SUERTE que hemos tenido en esta situación, a pesar de todo. No hace falta que vengáis a recordármelo.

Si he escrito este texto es porque, aun a día de hoy, se me llenan los ojos de lágrimas, y se me parte el corazón, cada vez que veo noticias sobre un nuevo desahucio. Y me llena de rabia ver cómo la Policía Nacional usa la fuerza para sacar a familias del único techo que tienen, sin pensar dos veces qué será de ellos («No es su trabajo», me dirás. «Me importa una mierda», te contesto).

Ojalá esos niños que hoy dejan en la calle crezcan con la fuerza necesaria para seguir luchando contra estas injusticias.

Y, por otro lado, me emociona ver cómo cada vez más colectivos se unen en contra de esta aberración: Sanitarias, bomberos, la propia PAH... O cómo las manifestaciones por una vivienda digna cada vez son más masivas. Ojalá cada vez seamos más y, de una vez por todas, acaben con la especulación de la vivienda, y todos podamos tener un hogar digno donde vivir. Y, si no es así, seguiremos luchando.

Me cago en los dioses, que lo dice la puta Constitución.

Id a todas las manifestaciones por la vivienda que podáis. Nos va la vi(vien)da en ello.

* Como anécdota, he entrado a Google Maps a leer opiniones, y me ha hecho especial gracia una que decía: “Te sientes como en casa”. No lo sabes bien.